El plan lo lideró uno de los amigos, especialmente interesado en este tipo de temas, que localizó el lugar en un mapa (no existía internet, claro) y nos puso en antecedentes de las historias. No necesitamos mucho para organizar la expedición: Cinco personas, dos coches, una tienda de campaña, un cassete para grabar, una cámara de fotos, provisiones y tabaco. Era todo lo que necesitábamos.
Como era invierno y el camino estaba lleno de barro, conseguimos llegar a duras penas por la tarde, antes de anochecer. La idea era pasar una noche allí, así que estaba perfecto. Intentamos montar la tienda de campaña, pero no era muy buena y la incesante lluvia se colaba al interior, así que localizamos una especie de cobertizo o tejadillo vacío y la montamos debajo. Para cuando terminamos acababa de anochecer y el tema pintaba feo: todavía eran las siete de la tarde, no paraba de llover y si íbamos a tener que esperar hasta la media noche para empezar la actividad de “hinbestigación”, aquello tenía toda la pinta de que iba a ser muy largo…
Con el objetivo de hacer la espera más llevadera, sacamos los bocadillos, unas botellas de vino y encendimos un fuego dentro de un trozo de bidón viejo que encontramos. Supongo que gracias al efecto del alcohol y al de la luz de las llamas, el tema se animó un poco y los chistes y bromas caldearon el ambiente. Y ya se sabe cómo suelen evolucionar estos momentos: Hacia la interpretación grupal de alegres melodías y tonadillas locales. A los únicos que podíamos molestar era a las supuestas almas en pena que pululaban por la zona, porque de las otras, de las de dos piernas, no tenían pinta de pasarse por aquel rincón perdido y húmedo.
Para las diez de la noche no quedaba comida y gran parte del vino se había evaporado, así que los chistes empezaban a tomar un cariz menos inocente y el tono de las voces era bastante elevado. La noche era oscura, sin estrellas, fría, húmeda. El fuego ardía con ganas en el bidón y la lluvia habia remitido un poco. Las canciones habían llegado a un punto peligroso, ya centradas en bandas sonoras de programas infantiles de nuestra infancia. Y justo en ese instante, como de la nada, de entre las sombras de detrás del cobertizo, apareció una pareja de hombres, uno maduro, con barba y el otro muy joven, un adolescente. La conversación que se produjo fue algo así, liderada por el mayor de los dos:
(Ellos)-Aquí estáis mal
(Nosotros)- ¿Cómo?
- Que aquí estáis mal
- ¿Mal? ¿Por qué?
- ¿Venís por lo de las apariciones?
- Bueno, si...
- Pues tenéis que ir a la torre, allá arriba.
- Ah...
- ¿Sabéis quien soy?
- Pues no.
- ¿Seguro? (se arrima al fuego y muestra su cara)
- No caemos...
- No me habéis visto en la tele?
- No.
- Pues me han entrevistado. Yo vengo con mi hijo... con mi hijo... ¿cómo te llamas?
- Carlos.
- Vengo con mi hijo Carlos todos los días y es ahí donde hay que ir.
- Vale, luego iremos.
- ¿Tenéis un poco de vino?
Nos faltó tiempo para empezar a hacerle preguntas, que respondió encantado mientras se tomaba unos tragos. Inmediatamente nos dimos cuenta de que no decía más que incongruencias, hablando de voces, luces, sombras y similares. Ah, y que quien le acompañaba, que parecía el hermano menor de El Vaquilla, no era su hijo, claro.
Se pasó cerca de media hora de cháchara y gorroneando alcohol. En cuanto la conversación bajo de ritmo, ambos desaparecieron tan súbitamente como habían llegado, deslizándose hacia la oscuridad y caminando, alejados de cualquier camino principal, hacia vaya usted a saber dónde.
Nos miramos, sacamos más vino y comentamos la jugada tras asegurarnos que estaban lejos.Aunque coincidimos en que el tipo no era más que un impresentable, seguiríamos sus consejos y sobre la media noche iríamos a la torre. Era lo único que se nos ocurría para no morirnos de asco, ya que pensábamos que aquella visita sería el único entretenimiento de la aburrida y eterna noche que nos esperaba. Pero no podíamos estar más equivocados...
Sigue en la parte 2.
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