16.2.24

Tratamiento del dolor crónico, parte 1: relato de una recuperación

Tras haber dejado descansar el blog durante una larga temporada (pido disculpas, pero me han tenido ocupado otros proyectos personales), voy a intentar retomarlo poco a poco. Y para ello he decidido escribir un post que llevo rumiando largo tiempo; varios años, de hecho. No porque fuera especialmente complejo de escribir, sino porque era importante tener una perspectiva de largo plazo, como quedará explicitado a lo largo del post.

El caso es que durante las últimas semanas se han sumado varios acontecimientos que finalmente me han impulsado a escribir sobre el tema que se menciona en el título: el dolor crónico. Uno de ellos es este artículo sobre una iniciativa para el tratamiento del dolor "mediante educación y fisioterapia" que el Servicio Vasco de Salud está llevando a cabo:


Y otro ha sido esta reciente entrevista de Alex Fidalgo al neurólogo Arturo Goicoechea sobre el mismo tema:


Hace unos meses también se publicó este artículo en El País, entrevistando a la misma persona y hablando sobre la misma cuestión.

Pues lo dicho, voy a hablar del dolor crónico. Y en el primer post voy seguir un enfoque muy poco habitual en este blog, porque voy a centrarme en mi testimonio y en el proceso de recuperación que he vivido. 

Vamos allá:

Un lento deterioro

Mi caso da comienzo bastantes años atrás; hay que remontarse sobre dos décadas. No recuerdo exactamente cuándo empezó, pero sí como evolucionó. Podría resumirse como una lenta, progresiva y constante sucesión de problemas de dolor, acompañada de bastantes tratamientos y pequeñas intervenciones quirúrgicas. Poco a poco, las intervenciones se sucedían, el dolor aparecía con más frecuencia y su intensidad no se mitigaba en absoluto, más bien al contrario. 

Fue durante los últimos cuatro o cinco años cuando la situación empezó a volverse especialmente preocupante. A la pesadilla que es vivir con dolor casi constante se sumaron los problemas de funcionalidad que me había provocado el no poder finalizar las intervenciones que había tenido que suspender. Es cierto que el dolor no era insoportable, pero sí muy molesto y, sobre todo, continuo, insistente. Quienes sufren ese tipo de síntomas saben muy bien cómo una situación así puede deteriorar profundamente la calidad de vida; e incluso cambiar muy negativamente el carácter de una persona.

Lo peor era que no atisbaba posibilidades de mejora. Mi esperanza por encontrar una solución se diluía a marchas forzadas porque los profesionales sanitarios a los que acudía en busca de ayuda (médico de familia, médicos especialistas e incluso neurólogo), aunque eran muy comprensivos, no me ofrecían soluciones que no fuera una medicación muy potente. Ni me daban explicaciones convincentes del origen del problema. Las radiografías, biopsias y escáneres que me hicieron no dieron pistas sobre lo que podía estar pasando, todo parecía normal. Y, como suele ser habitual en estos casos, yo me ponía en lo peor: algo grave y raro debía tener, porque si dolía, era por algo. Y nadie sabía explicarlo.

Salir de la cueva

En mi periplo sanitario finalmente llegué a la consulta de un especialista que, tras reconocer también con modestia su incapacidad para caracterizar y resolver mi problema de dolor, me recomendó acudir a una unidad de investigación de la universidad, especializada en ese tema que, afortunadamente, está cerca de mi ciudad. 

Seguí su consejo y desde el primer contacto percibí conocimiento. En primer lugar para  comprobar si mi patología encajaba con su ámbito de actuación, me hicieron una serie de preguntas que nadie me había hecho antes: ¿Cómo cambia el dolor a lo largo del día? ¿Y por la mañana, al despertarse, cómo es? ¿Se despierta por la noche con dolor? ¿Qué efecto tienen diferentes analgésicos y antiinflamatorios? ¿Tiene la sensibilidad/percepción de la zona alterada y, en caso positivo, de qué forma?; Me pareció que eran preguntas específicamente diseñadas para mi caso porque para la mayoría tenía respuestas que yo consideraba raras o curiosas. 

Y tras escucharlas, aceptaron estudiar mi caso.

Acudí a aquel centro en varias ocasiones y me hicieron muchas más preguntas y algunas pruebas. Tras varios meses de observación y seguimiento, dieron por finalizada su pequeña investigación y me dieron una buena y una mala noticia. La mala era que no tenían una solución clara y efectiva para mi dolor (aunque me dieron algún consejo para intentar mitigarlo). La buena era que tenían un diagnóstico probable: neuropatía postraumática. Es decir, un dolor debido a la afectación de un nervio tras la elevada cantidad de intervenciones quirúrgicas en la zona. Vamos, que se trataba de algo que puede generar síntomas muy molestos pero que no suponía ningún peligro para la salud física. Y entre sus recomendaciones incluyeron el evitar en lo posible cualquier intervención más que pudiera empeorar el tema aún más.

El hecho de tener un diagnóstico concreto en lugar de un "no tengo ni idea de lo que te pasa" me dio bastante tranquilidad. Es cierto que no sonaba nada prometedor desde la perspectiva de buscar algún remedio, pero al menos pude descartar una de mis principales preocupaciones: la posibilidad de tener algo muy grave para mi salud, que me estaba provocando el dolor y que nadie podía detectar. Ese cambio, junto con el hecho de seguir su consejo y abstenerme de hacer más intervenciones, parece que mitigó el problema. El empeoramiento progresivo se detuvo, se redujo la frecuencia e intensidad del dolor y mis días fueron más soportables. 

Buscando luz

El problema se había mitigado, pero no solucionado. Seguía teniendo cierto dolor y tenía limitada la funcionalidad de la zona. Así que decidí reforzar mi vigilancia respecto a los estudios científicos sobre dolor crónico y su tratamiento, identificando mejores fuentes de información y utilizando sistemas de alerta. Durante meses fui leyendo los estudios que se iban publicando con la intención de seguir aprendiendo. Y los comentaba con el especialista que me recomendó acudir a la unidad de investigación del dolor, para ver si entre ambos podíamos encontrar soluciones para las intervenciones pendientes que tenía (y que no era recomendable abordar por el riesgo de rebrote).

Tras varios meses con resultados poco fructíferos (y con el dolor crónico, aunque bastante mitigado, aún presente) una alerta me llevó a un estudio que llamó mi atención. Se trataba de "Effect of Pain Reprocessing Therapy vs Placebo and Usual Care for Patients With Chronic Back Pain" (2021), una investigación que se publicó en la prestigiosa revista científica JAMA Psychiatry sobre un ensayo realizado con personas que sufrían dolor crónico de espalda. 

En este estudio el equipo de expertos analizó la efectividad de una terapia de la cual  yo nunca había oído hablar, la "Terapia de reprocesamiento del dolor" (Pain Reprocessing Therapy, PRT). Para ello se sometió a 150 personas que sufrían dolor crónico desde hacía años a tratamiento durante cuatro semanas, repartiéndolas en tres grupos de 50 de forma aleatoria. Al primero le aplicaron la citada terapia PRT, al segundo una terapia convencional y al tercero placebo. 

Los resultaros fueron bastante impresionantes: En el grupo al que se aplicó TRP, dos de cada tres personas (66%) dejaron de sufrir dolor crónico tras el mes de tratamiento. Muy por encima de los resultados de los grupos de placebo y de tratamiento convencional, que fueron del  20% y del 10%, respectivamente. Para colmo, estas amplias diferencias se mantuvieron durante todo un año.

Lamentablemente en el estudio se explicaba muy poco sobre la terapia, así que mi objetivo inmediato tras leerlo fue buscar más información sobre ella. Y rápidamente llegué al libro escrito por uno de los investigadores, Alan Gordon: The Way Out: The Revolutionary, Scientifically Proven Approach to Heal Chronic Pain. Resta decir que lo adquirí y leí de inmediato.

Pero tengo que decir que la primera impresión fue desastrosa. Me encontré con un libro que tenía todas las características de los libros de autoayuda más lamentables: simplificaciones, testimonios, analogías, promesas exageradas, teorías sin demostrar... Entretenido y didáctico, eso sí. Y la terapia se explicaba de forma bastante pormenorizada. Pero todo aquello apestaba a pseudociencia y a pseudoterapias.

Tras aquel chasco, dediqué un tiempo a volver a revisar el estudio. De hecho, en el libro se hablaba bastante del mismo, pero ¿realmente detrás de algo tan superficial y sensacionalista podía haber una investigación seria?  Tras varias lecturas y análisis y tras buscar y revisar otras publicaciones del resto de investigadores, tuve que concluir que el ensayo parecía bien diseñado y riguroso. 

Finalmente decidí volver a leer el libro, pero saltándome las partes más "populistas" y centrándome en las explicaciones supuestamente científicas y en la descripción de la terapia. Pero mi escepticismo seguía siendo muy alto, no me creía que algo así pudiera ser efectivo.

En carne propia

Llegado este punto, me encontré en la situación sobre la que tantas veces suelo alertar. Pensando "¿y si hago la prueba? Total, no tengo nada que perder...". 

Sí, por supuesto que con las pseudoterapias existen riesgos. Pero lo cierto es que en este caso, tras dos décadas de problemas, y tras haber leído el libro y estando tan escéptico como estaba, poco tenía que perder. Mi dolor se mantenía semidormido, apareciendo de vez en cuando. Afortunadamente, con bastante suavidad. Pero allí seguía, agazapado. Y las instrucciones fundamentales de la terapia eran realmente sencillas y no requerían casi dedicación ni esfuerzo. Tampoco tenían ningún coste añadido y, dada su naturaleza, veía difícil que me provocaran algo negativo. Así que finalmente, aunque enormemente escéptico, decidí seguirla. 

La apliqué unos días. No noté nada, pero dada su sencillez y muy baja exigencia, continué durante varias semanas más. 

Y tras ese periodo, me olvidé. 

Pero por una sólida razón: Llevaba días sin sentir dolor.

Y, como a veces ocurre, el azar fue caprichoso y provocó una coincidencia. 

Durante el mismo periodo, un familiar, que practica atletismo de competición, me comentó que llevaba meses con dolores en las rodillas. Ni el médico ni el fisioterapeuta le detectaron ningún daño y achacaron sus molestias a las elevadas exigencias de su actividad deportiva en entrenamientos y competiciones. Le dieron algún consejo sobre ejercicios a hacer y a evitar, pero no consiguieron eliminar las molestias que sufría.

Al llegar a ese punto, decidí comentarle la terapia de reprocesamiento del dolor que yo mismo estaba comenzando a seguir (dejándole también claro mi escepticismo). Se la expliqué detalladamente y dejé en su mano la decisión de seguirla o no, dado que en aquel momento yo tampoco confiaba en conseguir resultados.

Un par de semanas después le pregunté al respecto y me confirmó que la estaba aplicando. 

Y que parecía funcionar, porque ya no le dolían las rodillas.  .

Prueba de fuego

Tras unos meses sin dolor, volví al especialista (el que que me recomendó ir a la unidad de investigación) y que me hacía seguimiento, a plantearle una propuesta: ¿Y si hacíamos la intervención que tenía pendiente para recobrar la funcionalidad que necesitaba? "¿Estás seguro"?-me preguntó. "Recuerda que te recomendaron no volver a intervenir por elevado riesgo de un rebrote". "Lo sé", le dije. "Pero no me resigno a estar así toda la vida. ¿Tú crees que podemos diseñar una intervención que minimice el daño y aporte una funcionalidad razonable?", le pregunté. "Yo creo que sí, aunque ya sabes que hay bastante incertidumbre sobre lo que puede pasar".

El caso es que nos lanzamos. Me planteó varias opciones y los pros y contras de cada una. Y seleccioné la que consideré menos arriesgada. 

Creo que hizo un gran trabajo, teniendo especial cuidado para ser lo menos agresivo posible. Los días posteriores sufrí el dolor típico y habitual de ese tipo de operaciones, que pude controlar bien con analgésicos. Pero ambos sabíamos que la clave estaba en lo que pasaría después de ese proceso inflamatorio.

Afortunadamente, al de pocas semanas, el dolor había desaparecido por completo.

Epílogo y continuará

Han pasado más de dos años desde la última intervención que acabo de describir. Y sigo sin dolor. Y mi familiar tampoco ha vuelto sufrir aquel dolor de rodillas. Repito, más de dos años.

Sí, sé lo que estáis pensando: Yo, autodeclarado escéptico y activo militante antipseudoterapias, contando una historia que suena a pseudociencia total. Y tenéis razón, sé que suena a eso. Pero os animo a volver a ver los contenidos que mencionaba al inicio del post.

No quisiera que penséis que ahora creo que la terapia PRT sea milagrosa. Ni siquiera sé si fue lo que realmente nos "curó".  Tampoco penséis que, tras dos años sin escribir en el blog, he cambiado y me he pasado al lado de las pseudoterapias, ni mucho menos. Tampoco me he reconvertido a terapeuta alternativo, el trabajo que me da de comer sigue sin tener nada que ver con las cosas que escribo por aquí. Sigo pensando que las pseudoterapias son un timo y sigo utilizando los estudios científicos (siempre pasados por el tamiz del escepticismo) como fuente fundamental de información sobre salud. Y respecto a la PRT habrá que ver lo que concluyen futuros estudios.

De cualquier forma, en el próximo post explicaré cómo es la terapia y, ahora sí, hablaré un poco de la ciencia que puede haber detrás de todo esto, así como de la evidencia existente respecto al tratamiento psicológico del dolor. 

Pincha aquí para leer la segunda parte.

2 comentarios:

Joan Gallart dijo...

Hola, te he dejado un comentario en Twitter. Esperando la segunda parte. Saludos.

Claudio dijo...

Interesantísimo. Me alegra que hayas podido encontrar solución a tan molesto problema. Deseando leer la segunda parte.